7 de marzo de 2011

EL ÚLTIMO BESO


(Cuento romántico de conquistadores)
© Antonio Medina Guevara
.
     Isabel era la flor más bella de todo el imperio incaico.
    La habían bautizado con ese nombre, en honor a la que fue reina del Nuevo Imperio: Isabel de Castilla; aunque sin olvidar el suyo propio de Huiracocha; princesa destronada por la que suspiraban a la par, incas y españoles y por la que corría al igual por sus venas, sangre mezcla de inca y español.
    Huiracocha —que en quechua significa espuma de mar—, era el nombre, que le había dado su padre al nacer, y contemplar como su cuerpo era tan delicado como una suave ola blanca.
    Nadie dudaba, al verla y al sentirla, que el Dios del Sol la alumbraba con su calidez hasta en las noches más negras...
 .
    Era, como un blanco lirio perfumado con el aroma de los campos, que el sentimiento del amor hacía vibrar. Alimentaba a la belleza con su presencia, como la lluvia lo hace a la sabia, o las estrellas a la noche..., y los sonidos que exhalaba, eran tiernos como el quejido de la alondra.
 .
    Tenía algo más de quince años y su corazón no podía dejar de latir ante la presencia de la imagen del hombre de su alma.
    «¡Quince años y no amar, es imposible...!»
    A esa edad, el amor es para el alma, lo que el rayo de sol primaveral para los campos. Sus labios tenían todo el rojo del carmín de la sangre, el coral..., y el aroma de la violeta. Eran como una suave línea encarnada sobre el terciopelo de una margarita, mientras que las leves tintas de la inocencia y el pudor, coloraban su rostro como el crepúsculo a la nieve de las cordilleras. Las madejas de cabello, que caían en gracioso desorden sobre el armiño de su torneada espalda, imitaban a los hilos de oro que el padre de los incas derramaba por el espacio en una mañana de primavera. Su acento era amoroso y sentido como el eco de la quena (1).
    Su sonrisa tenía todo el encanto de la esposa del cantar de los cantares y toda la sencillez de esa plegaria. Si se podía saber por donde había pasado, no era por la huella que su planta breve grabaría sobre la tierra, sino por el perfume de angelical pureza que dejaba tras de sí. Todo en ella era castidad..., todo era grandeza.
 .
    El imperio gemía bajo las garras del león de Castilla...
    Sus vestiduras de armiño, se habían tintado con los mares de sangre de los hijos del Sol...
    ¡Conquistadores...!
    Los que proclamaban el Cristianismo y con él, la paz y la libertad, ¿acaso necesitaban campos sembrados de cadáveres, para erigir sobre ellos sus templos?..., ¿acaso, la riqueza del hombre, está en lo que desea y no en lo que tiene... Pero su obra era maldecida por el eterno Justiciero y se desmoronaban sus cielos como las torres de Sodoma ante la ira de Dios. El sol de la libertad debió radiar a través de las tinieblas de tres siglos, pues allí, como inmortales testigos, quedaban los nombres de Junín y Ayacucho.
    ¡Su patria...!
    ¡Cuanta magia se encontraba encerrada en aquella palabra!. Era la estrella que guiaba al peregrino y lo liberaba de caer en las infames garras de los conquistadores...
 .
    Era una tarde de Mayo de 1566.
    La luz crepuscular vertía su indeciso resplandor sobre la llanura, que derramaba reflejos de iris complaciendo a los sentidos.
    El sol, desciñéndose de su corona de topacios, iba a acostarse en el lecho de espumas que le brinda el inmenso océano. La creación en ese instante era una lira que lanzaba débiles sonidos. Era lascivo céfiro que pasaba dando un beso al jazminero; la hoja que caía movida por las alas del pintado colibrí; el turpial que en la copa de un álamo entonaba una canción..., aunque tal vez, de agonía... Mientras el sol se hundía muy lentamente inflamado como una hoguera en el horizonte...
    Todo era bello en la última hora de la tarde; todo ser y toda cosa, se elevaba como suave bruma, empujada por las brisas de soplos de ángeles hacia el Creador.
    «¡Qué grato que es en estos instantes, hablar de amor con la persona que ocupa todo tu pecho...! —decía para sus adentros un español—. ¡Cuanta magia tiene para el corazón del hombre las palabras de la mujer querida!. ¡Oír, el blando murmurar del pequeño arroyo que se desliza como riachuelos de sangre cristalina; sentir que orea nuestras sienes el aroma cargado del perfume que exhala la flor de los limoneros y los juncales; y en medio de este concierto de la naturaleza, beber el amor del alma en los labios, en las pupilas de la hermosura idolatrada..., es gozar la dicha del paraíso...!»
    ¡...Es vivir!
    Fernando estrechaba entre sus manos las de Isabel.
    Él, tenía fijos en los de ella sus ojos, porque de los ojos de ella recibía la vida de su espíritu. Se amaban con profunda ternura, desde siempre; como dos flores nacidas del mismo tallo, como dos cisnes, que juntos, aprendieron a rizar el cristal del lago. Isabel y Fernando, con la ironía de llevar sobre ellos los mismos nombres de los reyes que crearon el Imperio, estaban sentados bajo la sombra de un palmero.
    Hablaban en ese momento el lenguaje de la pasión.
    La naturaleza entera les sonreía y les hablaba del amor. El hermoso cielo de la nueva patria, cuanto su mirada alcanzaba, tenía para ellos una poesía indefinible.
    ¡Grandiosa...!
 .
    La pálida luna, que salía en esos momentos a peregrinar por las noches de estrellas, al oírlos, olvidándose de su viaje a donde moría la aurora, estuvo vagando toda la noche por los interminables cielos. La flora blanca, se tintó de carmín y brilló con el color de la sangre al atardecer, mientras que desplegando sus pétalos al aire fresco, lloró con lágrimas de rocío; un pájaro, que cantaba a la despedida del día, también al escucharlos, se estremeció en éxtasis desplegando sus alas a la brisa que pasaba besando a los cuerpos.
    Su pico ya no cantaba; emitía sonidos orquestados por el Dios del amor y que, desde su alma más profunda, llegarían al cielo; mientras que fugaces estrellas, paraban en su camino a contemplarlos.
    El eco de sus palabras, limpio como el corazón de un niño de pecho, fue llevando por el aire hasta la caverna oscura de las colinas..., y despertó de sus sueños a los pastores. Fue flotando entre los cañaverales del río y ellos hicieron llegar su mensaje al mar.
 .
    Pero, no profanemos el sentimiento copiando las palabras que brotarían de esas dos almas enamoradas.
 .
    Fernando, un mancebo de poco más de dieciocho años, de apuesto talle y de gentil semblante; era el hijo bastardo de un conquistador, que murió atravesado su pecho por una espada desconocida y cobarde, quebrando así su afán por impedir muertes injustas a los indios; pero que en realidad no era mas que un instrumento para el logro de miras más ambiciosas.
 .
    El tiempo estaba parado con toda su belleza en aquél lugar..., como temiendo que una suave brisa, fuera el preludió de un dañino huracán...
    En el fondo del jardín, apareció la imagen de un anciano envuelto en una larga y grisácea túnica de lino. Su cintura, sujeta por cordeles trenzados, dejaba entrever el paso de los años... Llegaba con pesados andares, en los que el peso de sus años, era más liviano que el pesar de su alma. Él, que solo escuchaba las imaginarias palabras de un Cristo clavado a una cruz; casi desnudo..., y ahora solo llegaban a sus oídos los truenos dorados de la codicia.
    El anciano era pobre; como lo fue su Maestro..., y también veía, como los mercaderes, no solo se adueñaban de las tierras, sino también de las personas y los templos...
    ¡Por eso le pesaba tanto el alma...!
    Sus canosos cabellos caían como hebras de plata sobre un rostro que respiraba bondad; al verlos, su mirada se detuvo en la de los dos amantes con aire de cariñosa protección.
    Este anciano era el sacerdote del fuerte.
    —¡Padre..., ven...! —le gritó el joven Fernando.
    Llegó el anciano a su lado y le rogó el mancebo:
    —Bendíceme, como bendijiste a mi padre al partir a la aventura de esta nueva tierra. Bendice también a la mujer que amo y dámela por esposa.
   Y los dos jóvenes se arrodillaron ante el sacerdote, por cuyas rugosas mejillas rodó una lágrima.
    —¿Vosotros así lo queréis...? ¡Pues sea!...
    El viejo siguió con el ritual...
    —Una misma estrella os alumbra..., por lo que yo, en nombre del Creador, bendigo vuestro amor, que es puro como el agua de estos ríos y la brisa que nos acaricia. Hijos míos... ¡Ojalá que el destino os sonría...!
Y el anciano se alejó exclamando:
    —¡Hay de ti, Hijo del cielo...! ¡Hay de tu pueblo, que busca las riquezas que sólo valen para comprar la noche y olvida al amor que de la claridad nos regala todo...!
    Se quedaron solos los amantes.
   Entonces le dijo al oído el muchacho a su ya esposa:
   —Si tu me amas, niña mía... El destino nos ofrecerá sendas repletas de flores; agua para saciar nuestra sed y alimentos para nuestros hijos...
   —¡Hasta la muerte...! —respondió la joven.
 .
    Esta escena la observó contrariado el capitán del lugar: Don García de Peralta.
    Aunque Don García de Peralta no formó parte de los trece aventureros que secundaron a Pizarro, cuando éste, en la isla del Gallo, después de trazar una línea con su espada, dijo: «Síganme los que aman la gloria», merecía el cariño y el aprecio del comandante conquistador, quien en los combates vio a Peralta en los sitios donde más recio se batía el combate. 
    Con un alma de hierro incrustada en un cuerpo de acero, las pasiones del soldado debían ser indomables y frenéticas como un torrente que se desborda. Hombres organizados así, no pueden comprender esos sentimientos dulces —a la par que poéticos—, que forman para los otros mortales la epopeya de la felicidad sobre la tierra.
    Don García vio a Isabel y también la amó.
    Diremos mejor: Ansió poseerla.
    Porque el amor no es el deseo de ser dueño de todo lo que Dios ha formado bello, sino el anhelo de confundir nuestro ser en otro ser que aliente en la misma atmósfera de misteriosa vaguedad que nosotros. Es una hoguera respecto de la cual cada palabra, cada sonrisa, cada mirada, es como una tea o un esparto lanzado a ella.
    En el sentimiento de Don García por Isabel, en nada participaba el amor que pretendía pintar. La belleza de la joven hablaba a sus sentidos y había jurado gozar de sus encantos; no entendía sentimientos, sólo de lujuria incontrolable.
.
    Se buscó una mentira de traición de Fernando a su rey.
    Por la cresta de un cerro aparecieron Don García y seis soldados que, con el resplandor de sus armaduras, mandaban a los amantes rayos de infortunio. Isabel palideció al ver su amenazador aire de triunfo. El soldado, hijo de otro valiente, que era Fernando, fue separado violentamente de los brazos de su amada, fue cargado de hierro y llevado sin contemplación alguna por los otros españoles.
    Don García miró con sarcástica sonrisa a la joven, la tomó bruscamente del brazo y, obligándola a seguirlo, le dijo:
   —Ahora nadie puede salvarte... ¡De agrado o a la fuerza serás mía!
   Fernando estaba reclinado sobre el banco de piedra de su oscuro calabozo. Sus párpados caían con melancólica suavidad, y una lágrima, transparente como una gota de rocío, se detuvo en su cara.
   ¿Soñaba, o meditaba...?
   Su espíritu estaba entregado a una vaga absorción que solemos experimentar en la vigilia. Sus labios se movían como si quisieran dar paso a las palabras. Vino a su memoria, una y otra vez: la imagen de Isabel...
La veía reflejada en todos los rincones de la lúgubre habitación; sobre las húmedas piedras tintadas de noche, flotando en aura sobre la nada...
 .
    De pronto, se abrió la puerta de la prisión y se precipitó en ella una mujer.
    —¡Isabel...! —exclamó el prisionero estrechándola contra su pecho.
    —¡Aparta..., aparta tus labios, porque mis besos dan la muerte...!, Yo he jurado morir digna de ti... ¡Y así moriré...! 
    —¿Por qué hablas de morir, niña de ojos de mar...?. ¡Háblame de amor, no me hables de muerte...! Tus flotantes ropas vierten el perfume más voluptuoso que el tilo y el tamarindo de estas montañas...
    —¡Esposo mío...! He conseguido venir a expirar en tus brazos... Desfallecida, iba a sucumbir sin vengarme, estrechada por ese asesino... Pero recordé que en un anillo llevaba el veneno con el que confeccionan sus armas los indios de Cajamarca... y lo apliqué a mis labios... Soy tuya le dije a don García, pero cuando hayas firmado una orden de liberación para mi esposo. El infame firmó una orden para que los carceleros no me estorbasen la entrada, y como un tigre famélico se abalanzó a mí... ¡Insensato! ¿No es cierto? Creyó que mis besos de fuego eran un arrebato de placer... Pensó que yo mordía sus labios porque el deleite me embriagaba... ¡Necio mil veces!... Al separarse de mí iba camino del infierno. ¡Él ya será cadáver...! 
    —¡No puede ser verdad lo que me dices...! ¡Tu razón se extravía!. 
    —Yo soy impura..., y tú me rechazarás... Ya no puedo pertenecerte..., debo morir... ¡Perdóname Fernando...!
    —¿Perdonarte...? ¿Qué he de perdonarte? Sin ti, niña mía, ¿para qué anhelar la vida?  ... ¡Dame un beso!... La muerte será dulce si la recibo de tus labios... ¡Qué importa, si tu cuerpo ha sido profanado por las manos de una bestia, si tu alma es tan pura como es más limpio firmamento?.
    Y los dos amantes se oprimieron con frenético arrebato, a la vez que, una nube del amor, veló sus pupilas y las fibras de sus pechos palpitaron con violencia mientras el eco sepulcral del calabozo repitió, suave y fatigosamente, estas palabras:
    —¡Fernando..., ¡esposo mío!
    —¡Isabel...! ¡esposa mía!
    Las sombras del infortunio pasearon aquél día por el fuerte de los españoles...
    Unas pocas horas después, los carceleros comunicaban a Hernando de Soto, el comandante del fuerte, que el prisionero y su esposa habían sido encontrados muertos en el calabozo..., mientras que un fraile, lloraba amarga y silenciosamente, ante una cruz desnuda...
.
(1) Quena = Flauta que usan los indios en sus cánticos y danzas.
.
Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de este relato, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright.

No hay comentarios:

Publicar un comentario