© Daniel
Alejandro Trebilcock Tamayo
Ubicada
en la periferia de la ciudad, un lugar un tanto desolado y al que
solo llegan algunas personas, se hallaba la factoría Prentiss.
Allí,
Laurent Matta, uno de sus empleados, terminaba con satisfacción y
cansancio el día laboral. Preparando lo necesario para partir, se
dispone a dar inicio al tan merecido y anhelado descanso.
Apaga
el sistema dispensador y lo desconecta de la toma eléctrica para más
seguridad. Cierra válvulas, verifica barómetros y activa el
regulador automático que con suerte cumplirá a cabalidad con el
cuarenta o cincuenta por ciento de las funciones cotidianas que se le
asignan. Apaga las luces, se quita el incómodo overol y el casco y
lo pone en una canasta de plástico para dirigirse a la zona de
casilleros.
«Llaves
del auto, de la casa, del casillero, billetera… Todo en orden»
Se dice a sí mismo.
Y
como quien quiere agilizar el proceso, se repite varias veces en voz
alta: «Estoy
exhausto, necesito descansar. La cama me espera. La cama me espera».
Recorriendo
los recovecos de la fábrica, se escuchan voces con amabilidad
despidiéndose unas de otras. Mas pareciera a veces que pudiera ser
de otros niveles ajenos al suyo, porque rara vez ve a más de una
persona deambulando por los vacíos pasillos que se encuentran en el
recorrido hacia los lockers.
Hallándose
ya en la zona deseada y acompañado por el zumbar de averiadas
bombillas de neón, descarga la pesada canasta.
Del bolsillo derecho de su pantalón retira la llavecita y la introduce en la pequeña cerradura. Gira a la derecha, gira al a izquierda, oye el traquear y zas, ya está abierta.
Del bolsillo derecho de su pantalón retira la llavecita y la introduce en la pequeña cerradura. Gira a la derecha, gira al a izquierda, oye el traquear y zas, ya está abierta.
Recoge
del piso la canasta y toma el pesado overol reparando en doblarlo con
meticulosidad. La inspección matutina no da tregua y su atuendo
tiene que estar, aunque no limpio en su totalidad, al menos
presentable.
Se
deshace de las pesadas botas y las cambia por cómodos mocasines
ubicados en el interior del contenedor. Saca también su chaqueta y
se la pone de inmediato. Soltando una pequeña risa se dice en voz
baja:
—No
sé cómo hacen esas ratas roe cables para sobrevivir en una noche
tan fría como está
—¡Hacemos
ejercicio!—Contestó una voz al final del cuarto— ¿O acaso
tienes una idea mejor para no morir de hipotermia?—Volvió a decir.
Laurent
sintió un pequeño escalofrío, pero con voz un tanto temblorosa y
notablemente irónica replicó:
—Sí, sí. Muy chistosos muchachos,
ahora las malditas ratas hablan. ¿No pudieron pensar en algo mejor?
Por favor les ruego no insulten mi sentido común.
La
voz soltó una risotada y el sonido se fue alejando, a medida que
solo se escuchaba un pequeño eco del sonido inicial.
Matta
no dudó en acercarse al lugar de donde creía provenía la voz y con
valentía pero con cautela empezó a buscar el menor indicio de
actividad humana, ya que era común que compañeros de trabajo se
ensañaran durante un tiempo contra alguien en particular solo para
jactarse al otro día de su elaborada broma.
Después
de haber escudriñado los rincones del cuarto y los corredores
aledaños, se detuvo en una esquina. Justo en la intersección de dos
tubos que contenían parte del cableado eléctrico, divisó un
altoparlante por el cual se emitían mensajes a determinado grupo de
empleados durante el día y se anunciaba el inicio y termino del día
laboral.
Con
satisfacción detectivesca observó el artefacto, sonrió y se
propuso a seguirle el juego a sus pilatunezcos compañeros.
Era
bien conocido por Laurent y casi todo el personal, que el gran
recinto de trabajo(como muchos otros de su clase) estaba vigilado por
un circuito de cámaras de seguridad y que dicho mecanismo de
protección, tenía una central de mando desde la cual se monitoreaba
todo lo que ocurriese las veinticuatro horas del día, los siete días
de la semana.
La
central estaba a disposición de los trabajadores, solo de forma tal,
que por cada semana del mes se distribuyera su cuidado entre el total
del número de trabajadores de cada nivel de la fábrica. Era un
método ideado por los altos directivos para enfatizar su política
de seguridad colectiva anti riesgos laborales. Política para
disfrazar de buenas intenciones el gran recorte económico y de
personal que se venía imponiendo en la compañía.
Teniendo
claro esto, se iluminó su pensamiento y optó por dar inicio a su
nueva «contra
chanza».
Para
no delatarse, y sin mirar fijamente a ninguna cámara, emprendió
camino hacia la central, caminando preocupado, dubitativo; asomando
su cabeza en cada esquina.
Las
voces seguían hablándole y el solo optó por taparse la boca con
las manos en mímico gesto de asombro, solo para disfrazar sus
risitas conspirativas. Hasta hubo un momento en que para darle más
vistosidad a su acto teatral, se quito los mocasines y empezó a
andar en puntitas.
Sin
importar qué tan cerca estuviera de cada altoparlante, la voz
parecía provenir siempre del que estuviera a la vuelta del pasillo.
Cosa que para Matta era muy fácil de prever ya que cada altoparlante
poseía autonomía de funcionamiento y se podía prescindir del uso
en masa del sistema, si se manipulaba de una forma adecuada.
Durante
su fingida caminata, recordó que existía un elevador adicional al
que se utilizaba para el transporte de personas y que, por ser el de
carga de materiales de desecho, no tenía instalado ningún
dispositivo de vigilancia.
Se
dirigió al lugar del transporte de carga, realizando las mismas
payasadas con las que estaría engañando anteriormente a los otros
operarios. Habiendo una vez llegado, pudo al fin descansar. Sus pies
le dolían y ya esto había pasado de ser más que una broma que se
quiere devolver, a una amistosa venganza.
Estando
metido en el elevador, fue cuando volvió a escuchar la voz:
—¿Pero
dónde te has metido? ¿Acaso ya no quieres jugar con nosotros? —dijo
en tono siniestro.
«Pero
qué crueles que pueden llegar a ser»,
dijo Laurent para sus adentros.
—Sal
de donde estés. No quieras lastimarte —dijo advirtiendo la
voz—. No quieras lastimarte —repitió en amenazante canto.
A
estas alturas ya se encontraba un tanto nervioso. Seguramente esta
había sido una de las chanzas más macabras a las que hubiese estado
sometido.
Durante
el trayecto, que por ser en esa clase de elevador se hacía en el
doble de tiempo, tenía que idear un plan. Aprovechó los restos de
empaques y vestigios de alguno que otro material y elaboró para sí
un disfraz improvisado. Un tanto ridículo. Pero su intención era
salir corriendo hasta la sala de mando y tomar por sorpresa al que
estuviera ahí, ahuyentándolo con gritos y alaridos.
Estando
en el piso doce, se abrieron las puertas de su transporte. Era su
momento. La hora del desquite. Con ira, pero con la plena certeza de
que al día siguiente se iba a mofar a más no poder de sus burlones
amigos, emprendió carrera. Ni él mismo tenía idea a qué se
parecía con todo eso encima. Conforme corría, partes de su armadura
de basura se iba cayendo. Atravesó la puerta y por poco recibe en la
cara la devuelta del portazo. Se preparó para gritar como nunca
antes. Con todas las fuerzas de sus entrañas. Tomó la mayor
cantidad de aire posible y…Cuando
lo fue a hacer, quedó mudo. Tal vez el agite. Tal vez el cansancio.
Tal vez porque encontró tres cuerpos semidevorados a mordisquitos y
miles de pequeños ojos rojos centrados en él. Pero más fue su
pavor, cuando notó que en la pared estaba escrito en tinta
sangrienta: «jamás
acabaran con nosotros».
Y ahí si se escucharon los gritos. Los más desoladores que esas
cuatro paredes hubiesen presenciado. Tan solo al otro día, hasta el
arribo de algunos trabajadores, se conoció el catastrófico hecho.
Rodeada
por cintas amarillas que consignaban «no
pase»
y con un cubrimiento policial y periodístico enorme, la fabrica
lloraba la pérdida de varios de sus trabajadores. Inmediatamente en
las noticias locales del medio día se podía escuchar a los
comunicadores anunciar la trágica noticia:
«El
día de hoy, a las siete de la mañana, fueron encontradas muertas
cuarenta y tres personas en las inmediaciones de la manufacturera
Prentiss. Al parecer el descontento de uno de sus trabajadores por la
fumigación con pesticida anti plagas y la posible ingesta de este
letal veneno, llevaron a uno de sus integrantes a asesinar
inmisericordemente a cuarenta y dos de sus compañeros, para
posteriormente quitarse la vida. El asesino, que portaba un
perturbante disfraz, al parecer de una secta satánica, era conocido
por el nombre de Laurent Matta. El cómo y el por qué de los hechos
está siendo investigado por las autoridades competentes.
Estamos
con el director de investigaciones, Coronel James Martin, quien nos
va a explicar las acciones a tomar…»
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