10 de enero de 2011

DON GREGORIO

© Javier Garrit Hernández
    Aquel pueblo ya no tenía nada que ver con lo que antaño fue; la juventud se iba marchando a la ciudad, en busca de ni siquiera ellos sabían qué; los más ancianos iban incrementando paulatinamente la población del camposanto. Las costumbres se fueron perdiendo poco a poco en el pueblo de Pozoverde; las casas parecían viejas imágenes de antaño, como si alguien hubiera intentado colorear unas antiguas fotografías en blanco y negro; incluso la pequeña iglesia, alma de los que allí buscaban consuelo a sus pecados o de aquellos que buscaban una fe a la que aferrarse en tiempos pasados y grises; aquella iglesia que había sobrevivido a las más cruentas guerras e incluso a un pequeño terremoto, se encontraba ya en un deteriorado estado. Las goteras del tejado no habían hecho más que aumentar  desde varios meses atrás, desde que su párroco, don Gregorio, cayó enfermo. Una vez por semana venía un capellán de otro pueblo para oficiar la misa, pero nada más; no se preocupaba del estado de aquel pequeño templo.
    El pueblo se había quedado con poca gente y la iglesia se sostenía gracias a don Gregorio, quien a sus ochenta y seis años, había realizado un gran esfuerzo para seguir oficiando misas cada día, pese a la obcecación del Obispado de que la gente podía trasladarse al pueblo de al lado para ir a misa, pues de nada servía mantener un párroco  en una iglesia a la que solamente acudían seis feligreses mal contados. Don Gregorio, quien, desde hacía varios años, ya no oficiaba misas ni ejercía de las obligaciones propias del clero, viviendo allí retirado, por ser el pueblo donde nació, se ofreció a llevar las riendas de aquella mal contada comunidad cristiana.
    En el centro del pueblo, en una estrecha calle, se encontraba la casa de don Gregorio, en su interior el clérigo guardaba cama dese hacía varios meses; estaba ya en el lecho del inminente final de aquella vida que residía en un maltrecho y viejo cascaron  de piel, pues, poco a poco, desde que comenzó a enfermar también se había notado en él una desmejora que avanzaba día a día; deteriorando su aspecto físico a tales extremos que daba incluso pavor a los que allí estaban presentes. A lo que se añadía que el esfuerzo que suponía para él articular palabras le daba todavía un aspecto más mortecino.
    En aquella habitación se encontraba su ama de llaves, Jacinta Requena, una mujer de sesenta y dos años, de estatura mediana, llevaba el pelo corto y grisáceo y unas gruesas gafas. Servía en casa de don Gregorio desde los veinte años. Cuando en 1963 su padre murió en un accidente de trabajo, su madre le buscó trabajo limpiando casas; entre ellas se encontraba la de un joven sacerdote de treinta y un años llamado Gregorio que, por aquellos tiempos, ejercía de coadjutor en una pequeña parroquia de Valencia. Más tarde, Jacinta pasó a trabajar exclusivamente en casa de don Gregorio, cuando éste, tres años después fue trasladado a otros pueblos, yéndose ella con él. Incluso en algunos de aquellos pueblos las malas lenguas decían, comentaban, algo sobre cierta relación amorosa entre ellos, falsedad cual ninguna; pues si bien era cierto que no veía a Jacinta como una simple ama de llaves, era porque para él siempre había sido como una hermana pequeña a quien protegía, motivo que podría haber sido causa de ciertos reproches por parte de Jacinta, pero que nunca fue así. Ésta, al no haber conocido más mundo que el que encerraban aquellas cuatro paredes y su visita diaria al mercado, conservaba la inocencia que poseía a los veinte años; claro que en sus años mozos tuvo pretendientes. Aunque no era ninguna belleza, guardaba cierta dulzura en el rostro y una ternura en su mirada que eran el deseo de cualquier hombre, y con deseo no me refiero a nada impúdico, sino a, más bien, una atracción totalmente decente con propuesta de matrimonio incluida. Pero don Gregorio siempre estaba allí para que Jacinta rehusara a los aspirantes a marido; le metía el miedo en el cuerpo, hablándole de las relaciones libidinosas que los hombres buscaban con una mujer y de otras cosas que únicamente un clérigo podía tachar de inmorales, tanto era así que, al final, terminaba lavándole el cerebro a aquella muchacha que lentamente fue desmejorándose en su belleza, hasta quedarse sin ningún pretendiente que la aguardara.
    En la sala de estar se encontraban cuatro personas; la hermana del clérigo, bastante menor que él, el marido de ésta con su hijo y el sacerdote que le acababa de aplicar la extremaunción tras escucharle en confesión; una hora estuvo confesando por la dificultad de don Gregorio de unir palabras.
    La sala de estar era un cuarto pequeño, de unos seis metros cuadrados; en el centro había una mesa redonda para comer, contra una pared habían unas pequeñas estanterías con libros y una pequeña mesa con un televisor antiguo con la caja de madera y la pantalla en blanco y negro que le regalo su hermana en el 72.
    Don Gregorio, que ya tenía prácticamente un pie en el cielo, donde tenía plaza asegurada, por su vida dedicada al dogma cristiano, le confesó al otro sacerdote, entre balbuceos, que en ciertas ocasiones había llegado a perder la fe. Por supuesto no se refería a dejar de creer en Dios, ni en llegar a plantearse el colgar los hábitos y dejar que la sotana se llenara de polvo en un viejo armario carcomido, nada de eso; pero sí se replanteaba su papel en este mundo, el papel de los seres humanos; el porqué de tanto sufrimiento, de tantas guerras sin sentido. A menudo se preguntaba dónde se encontraba Dios en ese preciso momento, por qué no llegaban sus suplicas a su destinatario.
    La vida se escapaba y era consciente de ello, como lo era de que ya sólo le quedaba tener fe, aunque a esas alturas pudiera albergar alguna duda de que hubiera una vida mejor después de la muerte. Advertía también que, tras su muerte, su nombre y el recuerdo de su persona irían cayendo gradualmente en el olvido que habitaba en un rincón de la memoria de los vecinos de aquel pueblo.
    Sobre las seis de la tarde llegó la hora de que don Gregorio sintiera el frío abrazo de la muerte; no agonizó, se quedó no más de un minuto balbuciendo, sin emitir palabra alguna; minuto durante el cual vio pasar, como un último recuerdo, los momentos más intensos de su vida, sus ilusiones, sus frustraciones, sus momentos de gloria y de decadencia espiritual.

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